febrero 01, 2007

Foro 20-21

VI
EL ESQUEMA OCULTO
Nada es más desorientador para un francés que el espectáculo de una campaña presidencial americana: el continuo engullir de “perros calientes”, las palmadas en la espalda y los besos a los niños, las primarias, las convenciones, seguidas por el enloquecido frenesí de la colecta de fondos, los silbidos, los discursos, los anuncios en la televisión... todo en nombre de la democracia.
En contraste, a los americanos les cuesta entender la forma en que los franceses eligen a sus dirigentes. Menos aún entienden las insípidas elecciones británicas, la rebatiña holandesa con dos docenas de partidos, el sistema australiano de votación preferente o los intercambios y pactos japoneses entre facciones. Todos estos sistemas políticos parecen terriblemente distintos entre sí. Más incomprensibles aún son las elecciones o seudoelecciones de candidatura única que tienen lugar en la URSS y en la Europa Oriental. Cuando se llega al terreno político, no hay dos naciones industriales que parezcan iguales. Pero, una vez que prescindimos de nuestras provincianas anteojeras, descubrimos de pronto que existen poderosos paralelismos bajo las diferencias de la superficie. De hecho, es casi como si los sistemas políticos de todas las naciones de la segunda ola hubieran sido construidos a partir del mismo esquema oculto. Cuando los revolucionarios de la segunda ola lograron derrocar a las élites de la primera ola en Francia, Estados Unidos, Rusia, Japón y otras naciones, se vieron en la necesidad de redactar constituciones, instaurar nuevos Gobiernos y diseñar instituciones políticas nuevas. En la excitación de la creación, debatieron nuevas ideas, nuevas estructuras. En todas partes disputaban en torno a la naturaleza de la representación. ¿Quién debía representar a quién? ¿Debía el pueblo instruir a los representantes acerca de cómo votar, o debían éstos seguir su propio criterio? ¿Debían los períodos de mandato ser largos o cortos? ¿Qué papel debían desempeñar los partidos? Una nueva arquitectura política emergió de estos conflictos y debates en cada país. Un atento examen de esas estructuras revela que se hallan edificadas sobre una combinación de viejas suposiciones de la primera ola e ideas más nuevas introducidas por la Era industrial. Después de milenios de agricultura, les resultaba difícil a los fundadores de los sistemas políticos de la segunda ola imaginar una economía basada en el trabajo, el capital, la energía y las materias primas, más que en la tierra. La tierra había estado siempre en el centro de la vida misma. Por tanto, no es de extrañar que la geografía quedase profundamente incrustada en nuestros diversos sistemas de votación. Senadores y congresistas son todavía elegidos en América —al igual que sus equivalentes en Gran Bretaña y muchas otras naciones industriales—, no como representantes de alguna clase social o agrupación ocupacional, étnica, sexual o de estilo de vida, sino como representantes de los habitantes de un determinado trozo de tierra: un distrito geográfico. Las gentes de la primera ola eran típicamente inmóviles, y, por tanto, era natural que los arquitectos de los sistemas políticos de la Era industrial dieran por supuesto que las personas permanecerían toda su vida en una misma localidad. De ahí el predominio, aún hoy, de los requisitos de residencia en las normas reguladoras de las votaciones. El ritmo de la vida de la primera ola era lento. Las comunicaciones eran tan primitivas, que un mensaje del Congreso Continental de Filadelfia podría tardar una semana en llegar a Nueva York. Un discurso de George Washington tardaba semanas o meses en alcanzar las tierras del interior. Todavía en 1865 fueron precisos doce días para que llegase a Londres la noticia del asesinato de Lincoln. Sobre la tácita presunción de que las cosas se movían despacio, los organismos representativos, como el Congreso o el Parlamento británico, eran considerados “deliberantes”, ya que tenían y se tomaban el 49 tiempo necesario para reflexionar en sus problemas. La mayoría de las personas de la primera ola eran analfabetas e ignorantes. Por eso se daba generalmente por supuesto que los representantes, en especial si procedían de las clases instruidas, tomarían por fuerza decisiones más inteligentes que la masa de votantes. Pero, aun cuando inyectaron estas presunciones de la primera ola en nuestras instituciones políticas, los revolucionarios de la segunda ola tendieron también sus ojos hacia el futuro. Y, así, la arquitectura que levantaron reflejaba algunas de las más recientes nociones tecnológicas de su tiempo. Mecanomanía Los hombres de negocios, intelectuales y revolucionarios del primer período industrial, estaban virtualmente hipnotizados por la maquinaria. Se sentían fascinados por las máquinas de vapor, relojes, telares, bombas y pistones, y construyeron innumerables analogías basadas en las sencillas tecnologías mecanicistas de su tiempo. No fue casualidad que hombres como Benjamín Franklin y Thomas Jefferson fueran científicos e inventores, además de revolucionarios políticos. Surgieron en la agitada estela cultural abierta por los grandes descubrimientos de Newton. Este había escudriñado los cielos y llegado a la conclusión de que el Universo entero era un gigantesco aparato de relojería, que funcionaba con exacta regularidad mecánica. La Mettrie, físico y filósofo francés, declaró en 1748 que el hombre mismo era una máquina. Adam Smith amplió más tarde la analogía de la máquina a la economía, argumentando que la economía es un sistema, y que los sistemas “semejan máquinas en muchos aspectos”. James Madison, al describir los debates que condujeron a la Constitución de los Estados Unidos, habló de la necesidad de “remodelar” el “sistema”, de modificar la “estructura” del poder político y de elegir funcionarios a través de “sucesivas filtraciones”. La Constitución misma estaba llena de “pesas y balanzas”, como la maquinaria interna de un reloj gigantesco. Jefferson hablaba de la “maquinaria del Gobierno”. El pensamiento político americano continuó reverberando con el sonido de volantes, cadenas, engranajes, pesas y balanzas. Así, Martin van Burén inventó la “máquina política”, y, finalmente, la ciudad de Nueva York tuvo su máquina Tweed; Tennessee, su máquina Crump; New Jersey, su máquina Hague. Quedaron incorporadas al vocabulario político expresiones como “correa de transmisión del poder”, “palancas de mando” o “resortes legislativos”. En el siglo XIX, en Gran Bretaña, Lord Cromer concibió un Gobierno imperial que “garantizaría el armonioso funcionamiento de las diferentes partes de la máquina”. Pero esta mentalidad mecanicista no fue producto del capitalismo. Por ejemplo, Lenin describía el Estado como “nada más que una máquina utilizada por los capitalistas para reprimir a los obreros”. Trotski hablaba de “todas las ruedas y tuercas del mecanismo social burgués” y continuaba describiendo con expresiones similarmente mecánicas el funcionamiento de un partido revolucionario. Denominándolo poderoso “aparato”, señalaba que, “como cualquier mecanismo es en sí mismo estático... el movimiento de las masas tiene que... vencer la yerta inercia... Así, la fuerza vivificante del vapor tiene que vencer la inercia de la máquina antes de poder poner el volante en movimiento”. Empapados de este pensamiento mecanicista, imbuidos de una fe casi ciega en el poder y la eficiencia de las máquinas, los revolucionarios fundadores de las Sociedades de la segunda ola, tanto capitalistas como socialistas, inventaron —nada sorprendentemente— instituciones políticas que participaban de muchas de las características de las primeras máquinas industriales. El equipaje representativo Las estructuras que forjaron y soldaron se basaban en la noción elemental de la representación. Y en todos los países hicieron uso de ciertas piezas de factura idéntica. Estos componentes salieron de lo 50 que podría denominarse, sólo a medias jocosamente, un universal equipaje representativo. Los componentes eran: 1. Individuos armados con el voto. 2. Partidos para reunir votos. 3. Candidatos que, al ganar votos, quedaban instantáneamente transformados en “representantes” de los votantes. 4. Legislaturas (Parlamentos, dietas, congresos, Bundestags o asambleas) en las que, al votar, los representantes fabricaban leyes. 5. Ejecutivos (presidentes, primeros ministros, secretarios de partido) que introducían en la máquina fabricante de leyes materias primas en forma de programas políticos, y luego imponían el cumplimiento de las leyes resultantes. Los votos eran el “átomo” de este mecanismo newtoniano. Los votos eran agregados por los partidos, que funcionaban como “alimentadores” del sistema. Recogían votos de numerosas fuentes y los introducían en la máquina sumadora electoral, la cual los combinaba en proporción a la fuerza o mezcla del partido, produciendo como resultado la “voluntad del pueblo”, el combustible básico que supuestamente accionaba la maquinaria del Gobierno. Los elementos de este equipaje se combinaban y manipulaban de forma distinta en diferentes lugares. En algunos se permitía votar a todas las personas mayores de veintiún años; en otros, sólo los varones de raza blanca tenían derechos de ciudadanía; en un país, todo el proceso no era sino simple fachada para el control absoluto a cargo de un dictador; en otro, los funcionarios elegidos ostentaban considerable poder. Aquí, había dos partidos; allí, una multiplicidad de partidos; en otro lugar, ninguno. Sin embargo, la pauta histórica es clara. Por modificados o configurados que estuviesen sus elementos constitutivos, este mismo equipaje básico fue utilizado para construir la maquinaria política formal de todas las naciones industriales. Aunque los comunistas atacaron frecuentemente la “democracia burguesa” y el “parlamentarismo” como máscaras para ocultar el privilegio, arguyendo que los mecanismos eran habitualmente manipulados por la clase capitalista en beneficio propio, todas las naciones industriales socialistas instalaron lo antes posible máquinas representativas similares. Aunque prometiendo una “democracia directa” en alguna remota era posrepresentativa, descansaba pesadamente, mientras tanto, en las “instituciones representativas socialistas”. El comunista húngaro Ottó Bihari, en un estudio de estas instituciones, escribe: “En el curso de la elección, la voluntad del pueblo trabajador hace sentir su influencia en los órganos gubernamentales hechos nacer por el voto.” El director de Pravda, V. G. Afanasiev, en su libro The Scientific Management of Society, define el “centralismo democrático” como comprensivo del “poder soberano del pueblo trabajador... la elección de organismos y dirigentes gobernantes y su responsabilidad ante el pueblo”. Así como la fábrica vino a simbolizar toda la tecnosfera industrial, el Gobierno representativo (por desnaturalizado que esté), se convirtió en el símbolo de status de toda nación “avanzada”. De hecho, incluso muchas naciones no industriales —bajo las presiones ejercidas por los colonizadores o a través de la ciega imitación— se apresuraron a instalar los mismos mecanismos formales y a utilizar el mismo universal equipaje representativo. La fábrica de leyes global Y tampoco se hallaban estas “máquinas de democracia” limitadas al nivel nacional. Fueron instaladas también a niveles estatales, provinciales y locales, hasta el Concejo de ciudad o aldea. Actualmente, sólo en los Estados Unidos existen unos 500.000 funcionarios públicos elegidos y 25.869 unidades gubernamentales locales en las áreas metropolitanas, cada una con sus propias 51 elecciones, cuerpos representativos y procedimientos de elección. Millares de estas máquinas representativas funcionan en regiones no metropolitanas, y decenas de millares más, a todo lo largo del mundo. En cantones suizos y departamentos franceses, en los condados de Gran Bretaña y las provincias del Canadá, en las vaivodías de Polonia y las repúblicas de la Unión Soviética, en Singapur y Haifa, Osaka y Oslo, los candidatos ganan las elecciones y quedan mágicamente transmutados en “representantes”. Se puede afirmar que más de cien mil de estas máquinas están ahora fabricando leyes, decretos, reglamentos y normas solamente en países de la segunda ola1. En teoría, así como cada ser humano y cada voto constituía una unidad atómica, separada, cada una de estas unidades políticas —nacional, provincial y local— era considerada también atómica y separada. Cada una tenía su jurisdicción cuidadosamente definida, sus propios poderes, sus propios derechos y deberes. Estas unidades se hallaban conectadas en ordenación jerárquica, de arriba abajo, de nación a Estado, región o autoridad local. Pero al madurar el industrialismo y hacerse crecientemente integrada la economía, las decisiones tomadas por cada una de estas unidades políticas producían efectos fuera de su propia jurisdicción, haciendo que otros organismos políticos actuasen en reacción a ellas. Una decisión de la Dieta con respecto a la industria textil japonesa podía influir sobre el nivel de empleo en Carolina del Norte y los servicios de asistencia social de Chicago. Una votación en el Congreso acordando establecer cupos sobre la importación de automóviles extranjeros podía suponer un trabajo adicional para los Gobiernos locales de Nagoya o Turín. Así, mientras que antes los políticos podían tornar una decisión sin que ello alterara la situación existente fuera de su nítidamente delineada jurisdicción, esto se fue haciendo ahora cada vez menos posible. Para mediados del siglo XX, decenas de miles de autoridades políticas pretendidamente soberanas o independientes dispersas a lo largo del Planeta se hallaban conectadas una con otra a través de los circuitos de la economía, a través de los cada vez, más numerosos viajes, migraciones y comunicaciones, por lo que continuamente se activaban y excitaban unas a otras. Los miles de mecanismos representativos construidos a partir de los componentes del equipaje representativo fueron, así, formando una sola e invisible supermáquina: una fábrica de leyes global. Nos queda ahora solamente por ver cómo eran manipuladas las palancas y controles de este sistema mundial... y por quién. El ritual de seguridad Nacido de los sueños liberadores de los revolucionarios de la segunda ola, el Gobierno representativo constituyó un extraordinario avance con respecto a anteriores sistemas de poder, un triunfo tecnológico más sorprendente aún, a su manera, que la máquina de vapor o el aeroplano. El Gobierno representativo hizo posible una ordenada sucesión sin la existencia de dinastía hereditaria. Abrió canales de comunicación entre las capas superiores y las inferiores de la sociedad. Proporcionó el terreno en que podrían reconciliarse pacíficamente las diferencias entre los distintos grupos. 1. Aparte los Gobiernos como tales, virtualmente todos los partidos políticos, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, realizaban rutinariamente las tradicionales operaciones de elegir mediante votación a sus propios dirigentes. Incluso las pugnas por la jefatura de distrito o de célula local solían requerir alguna forma de elección, aunque sólo fuera para la ratificación de los nombramientos llegados desde arriba. Y en muchos países el ritual de la elección se convirtió en parte habitual de la vida de toda clase de organizaciones, desde sindicatos, Iglesias hasta cuadrillas de boy-scouts. Votar se convirtió en parte de la forma de vida industrial. 52 Ligado al predominio de la mayoría y a la idea de “un hombre, un voto” ayudó a los pobres y débiles a obtener beneficios de los técnicos del poder que dirigían los motores integracionales de la sociedad. Por estas razones, la expansión del Gobierno representativo constituyó, en conjunto, un humanizador paso adelante en la Historia. Pero desde el principio mismo defraudó sus promesas. No obstante su definición, jamás llegó a ser controlado por el pueblo. En ninguna parte modificó realmente la estructura de poder subyacente en las naciones industriales, la estructura de subélites, élites y superélites. De hecho, lejos de debilitar el control ejercido por las élites directivas, la maquinaria formal de representación se convirtió en uno de los medios clave de integración por los que se mantenían a sí mismas en el poder. De este modo, las elecciones, con independencia de quién las ganase, desarrollaban una poderosa función cultural en beneficio de las élites. En la medida en que todo el mundo tenía derecho a votar, las elecciones fomentaban la ilusión de igualdad. El votar proporcionaba un ritual masivo de seguridad, transmitiendo al pueblo la idea de que las elecciones se realizaban sistemáticamente, con regularidad de máquina, y, en consecuencia, por implicación, racionalmente. Las elecciones aseguraban de manera simbólica a los ciudadanos que ellos conservaban el control, que podían, al menos, en teoría, revocar, así como elegir, dirigentes. Tanto en los países capitalistas como en los socialistas, estas seguridades rituales se revelaron con frecuencia más importantes que los resultados reales de muchas elecciones. Las élites integracionales programaron la maquinaria política de manera distinta en cada lugar, controlando el número de partidos o manipulando la capacidad de voto. Pero el ritual electoral —la farsa, dirían tal vez algunos— fue empleado en todas partes. El hecho de que las elecciones celebradas en la Unión Soviética y países de la Europa del Este produjese rutinariamente mágicas mayorías del 99 al 100% indicaba que la necesidad de seguridad subsistía, al menos con la misma fuerza, en las sociedades centralmente planificadas y en el “mundo libre”. Las elecciones desempeñaban la función de válvulas de escape a las protestas procedentes de abajo. Además, pese a los esfuerzos de radicales y reformadores democráticos, las élites integracionales conservaban un control virtualmente permanente de los sistemas de Gobierno representativo. Se han propuesto muchas teorías para explicar por qué. Sin embargo, la mayor parte pasa por alto la naturaleza mecánica del sistema. Si contemplamos los sistemas políticos de la segunda ola con ojos de ingeniero más que de científico social, nos tropezamos de pronto con un hecho clave, que generalmente pasa inadvertido. Los ingenieros industriales distinguen habitualmente entre dos clases de máquina fundamentalmente diferentes: las que funcionan intermitentemente y las que funcionan ininterrumpidamente. Un ejemplo de la primera es la clásica prensa moldeadora. El obrero lleva una tanda de planchas de metal y las introduce en la máquina, de una en una o varias a la vez, para moldearlas en la forma deseada. Cuando la tanda queda terminada, la máquina se para hasta que llega una nueva tanda de planchas. Un ejemplo de la segunda es la refinería de petróleo, que, una vez puesta en marcha, nunca deja de funcionar. Durante veinticuatro horas al día, el petróleo fluye por sus tubos, cañerías y cámaras. Si contemplamos la fábrica de leyes global, con sus periódicas votaciones, nos encontramos ante un clásico procesador intermitente. Al público se le permite elegir entre candidatos en épocas estipuladas, después de lo cual, la “máquina de democracia” formal queda desconectada de nuevo. Contrasta esto con la continua corriente de influencia que emana de diversos intereses organizados, grupos de presión y buhoneros del poder. Enjambres de cabilderos de corporaciones y de agencias, departamentos y ministerios gubernamentales testifican ante comités, participan en jurados selectos, asisten a las mismas recepciones y banquetes, brindan unos con otros, con cócteles en Washington, con vodka en Moscú, llevan información e influencia de un lado a otro y afectan así al proceso de toma de decisiones de manera continua. En resumen, las élites crearon una poderosa máquina de funcionamiento continuado destinada a 53 trabajar juntamente (y, a menudo, en conflicto) con el procesador democrático intermitente. Sólo cuando vemos juntas estas dos máquinas podemos empezar a comprender cómo se ejercía realmente el poder del Estado en la fábrica de leyes global. Mientras participaban en el juego representativo, las gentes tenían, en el mejor de los casos, tan sólo oportunidades intermitentes, por medio de votaciones, de hacer valer su aprobación o desaprobación al Gobierno y a sus actos. Por el contrario, los técnicos del poder influían continuamente sobre esos actos. Finalmente, se introdujo en el principio mismo de representación un instrumento de control social más potente aún. Pues la mera selección de unas personas para representar a otras creó nuevos miembros de la élite. Cuando los obreros, por ejemplo, comenzaron a luchar por el derecho a organizar sindicatos, fueron hostigados, acusados de conspiración, seguidos por espías de la empresa o apaleados por la Policía y por cuadrillas de matones. Eran intrusos, no representados o representados inadecuadamente en el sistema. Una vez que se constituyeron, los sindicatos dieron origen a un nuevo grupo de integradores —la estructura organizativa del mundo del trabajo—, cuyos miembros, más que representar simplemente a los trabajadores, mediaban entre ellos y las élites del sector empresarial y del Gobierno. Los George Meany y Georges Séguy del mundo, pese a su retórica, se convirtieron en miembros clave de la élite integracional. Los falsos líderes sindicales de la URSS y la Europa del Este nunca fueron más que técnicos del poder. En teoría, la necesidad de presentarse a la reelección garantizaba que los representantes actuarían honradamente y continuarían defendiendo a sus representados. Sin embargo, en ningún lugar impidió esto que los representantes fueran absorbidos en la arquitectura del poder. En todas partes fue ensanchándose la brecha existente entre el representante y los representados. El Gobierno representativo —lo que se nos ha enseñado a llamar democracia— era, en resumen, una tecnología industrial para asegurar la desigualdad. El Gobierno representativo era seudorrepresentativo. Lo que hemos visto, pues, volviendo la vista hacia atrás a manera de recapitulación, es una civilización que depende en gran medida de los combustibles fósiles, la producción fabril, la familia nuclear, la corporación, la educación general y los medios de comunicación, basado todo ello en la creciente separación abierta entre producción y consumo... y todo ello dirigido por un grupo de élites cuya tarea era integrar el conjunto. En este sistema, el Gobierno representativo era el equivalente político de la fábrica. De hecho, era, una fábrica destinada a la confección de decisiones integracionales colectivas. Como la mayor parte de las fábricas, estaba dirigida desde arriba. Y, como la mayor parte de las fábricas, se va quedando ahora progresivamente anticuada, víctima de la tercera ola. Si las estructuras políticas de la segunda ola van quedándose cada vez más anticuadas, incapaces de hacer frente a las complejidades actuales, parte de las dificultades, como veremos, radican en otra crucial institución de la segunda ola: la nación-Estado.
Bibliografía
Albin Toffler, La Tercera Ola , Cap VI

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